Desde hacía semanas, Frank era poco más que un zombie. Respiraba porque no tenía más remedio, raras veces comía y no dormía en absoluto. Cuando salía a la calle todo parecía irreal. Él no era más que un espectador de lo que veía a su alrededor. Era como ver una película sentado en una sala de cine. Vagaba sin rumbo fijo y veía a la gente andando por la calle, cómo circulaban los vehículos, cómo cambiaban las luces de los semáforos... Había personas sentadas en las terrazas de los cafés, niños con sus mochilas camino del colegio y quioscos de periódicos cuajados de clientes en busca de la prensa matinal. También podía oír las conversaciones de los parroquianos de las cafeterías, las risas de los niños, el ruido del tráfico... Pero todo aquello le era ajeno, indiferente, lejano.
Desde que su hija había sido raptada, violada, asesinada y arrojada al río, todo había cambiado. Un año buscándola sin parar, para que luego apareciera en un remanso, a pocos metros de casa. Su hija, a la que había cambiado miles de pañales, dado el biberón, acunado, bañado y llevado al colegio. La que le manchaba las hombreras del traje con la leche recién tomada, al abrazarla para despedirse de ella antes de ir a trabajar. A la que conseguía hacer dormir en sus brazos cuando estaba vencida por el sueño y berreaba sin parar porque no conseguía dormirse. La que llevaba corriendo al pediatra al menor asomo de fiebre. Su hija, a la que había visto cómo le salía el primer dientecito, cómo aprendía a gatear, a ponerse de pie, a andar tambaleándose, a decirle "papá" por primera vez. Su hija... aparecía tirada en un lodazal, sin cabeza. Se le había desprendido a causa de la putrefacción, le habían dicho. Y que había muerto el mismo día de su desaparición.
¿Qué había hecho mal? ¿Cómo era posible que su familia, que nunca había hecho daño a nadie, hubiera recibido un golpe tan brutal, que en un instante se hubieran disipado diez años de felicidad, como si todo hubiera sido un sueño?
Su mujer no había podido soportarlo y se había arrojado a las vías del metro. Ahora estaba en coma irreversible en el hospital. ¡Su compañera, la madre de su hija, la mujer a la que había amado desde la primera vez que la vio! Y ahora tenía que soportar que le dijeran que el culpable de todo, el que había raptado, violado y asesinado a su hijita de nueve años, el culpable indirecto de que su esposa estuviera a las puertas de la muerte, era un borracho pederasta que estaba suelto cuando tendría que haber estado en la cárcel.
Pero no, no se lo creía. Ya había visto más casos en la prensa. Aquí estaba pasando algo. Más padres habían protestado, pero, de un modo u otro, el Sistema había conseguido silenciarlos. Pero no, a él no le iban a hacer callar. ¿Acaso podía consentir que ultrajaran, torturaran y decapitaran a su hija, dándole a cambio las migajas de un falso culpable y unas líneas de condolencia en la prensa?
Porque ahora, en medio del juicio contra el pederasta borracho... ahora sí que podría hacer algo. Esta vez tocaba hacer un escarmiento, y si no podía ser con los de arriba, anónimos e intocables, al menos que pagaran los de abajo, los lacayos que tapaban sus crímenes. Eso les haría ver que estar al servicio del Régimen no les saldría gratis, porque otros padres podían seguir su ejemplo y tomarse la justicia por su mano. Porque cuando la justicia no funciona, se instaura la venganza.
Frank entró en unos grandes almacenes. Ya sabía lo que quería comprar. Eligió una vajilla color crema suave, cinta aislante y una pulidora amoladora. Lo metió todo en un carrito y se dirigió hacia la cajera. Pagó con su tarjeta, metió todo en una gran mochila que se había traído consigo, y volvió a salir a la calle.
Cuando llegó a su casa, abrió la caja en donde estaba la vajilla y se fue a la cocina, que tenía el suelo cubierto con losas de gres. Entonces empezó a lanzar al suelo todas las piezas de la vajilla, asegurándose de que todo se rompía.
Examinó los pedazos uno por uno, hasta que encontró uno puntiagudo, en forma de triángulo isósceles... Era perfecto para lo que quería.
Se fue al garaje, enchufó la amoladora, y comenzó a pulir la base del fragmento roto de cerámica, para seguir después con el resto. Poco a poco, consiguió que la pieza adoptara la forma de un punzón. Entonces forró con cinta aislante el extremo opuesto a la punta, para poder empuñarlo sin peligro.
Se puso unos pantalones con cremalleras de plástico en los bajos de las perneras y fijó el punzón de cerámica a su tobillo, con ayuda de varias tiras de esparadrapo hipoalergénico. Se lavó bien las manos, se cambió de camisa, se puso una corbata y se sentó ante el televisor. Tenía que hacer tiempo hasta volver a salir.
Observó que no había gran diferencia entre las sensaciones que experimentaba al ver la televisión y las que sentía en la vida real. Mientras contemplaba las imágenes sin sentido, no dejaba de mirar nerviosamente su reloj. Finalmente, después de una espera que pareció haber durado un siglo, llegó la hora.
Entonces volvió a salir a la calle y se encaminó al Palacio de Justicia. Sabía que no le iban a detener en el control de la entrada, porque ya había pasado otras veces con trozos de un plato roto en los bolsillos, y el arco no los detectaba.
Tal y cómo había previsto, consiguió entrar sin problemas. Además, ya lo conocían. Subió las escaleras y se dirigió a la sala en dónde se celebraba el juicio. Una vez dentro, observó cuidadosamente al fiscal del distrito. Sí... no cabe duda de que tenía que ser él. Había más candidatos. Podía elegir al juez, que era el director de toda la farsa, o a uno de los forenses, que habían tenido la desvergüenza de firmar aquel montón de mentiras... Pero, no, tenía que ser el fiscal, que sabía perfectamente que el borracho degenerado al que habían cargado con la muerte de su hija debía estar en la cárcel por pederasta, pero no por asesino.
Hoy era el día en el que Frank había sido citado para declarar. Grave error por parte de la acusación, porque eso le ponía a escasa distancia del fiscal, que estaría tan sólo a un par de metros a su izquierda. Con mucho cuidado, abrió la cremallera y asió el punzón, que ocultó bajo la manga de su camisa, doblando la muñeca para que estuviera pegado a su antebrazo.
Cuando le llamaron para prestar declaración, se dirigió al estrado, pero no llegó a sentarse. Avanzó unos metros más y fue en busca del fiscal...
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EN ESTE POST SON FICTICIOS.
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REALES, VIVAS O MUERTAS, ES