En la ciudad de Worms vivía un posadero que era muy pobre. Su posada, llamada La Cabeza del Diablo, estaba en las afueras. Pocos viajeros elegían hospedarse en ella, y aquellos que lo hacían apenas tenían dinero para pagar su estancia. Los viajeros acaudalados se hospedaban en la otra posada, La Casa con el Signo del Sol. Al pobre posadero lo corroía la envidia, y deseaba que fuera su posada la que gozara del favor de los viajeros.
Un día el pobre posadero estaba en su almacén, lamentándose de su suerte, cuando escuchó una linda voz que decía "tus riquezas están al alcance de tu mano". Alarmado, el hombre miró a su alrededor y vio ante él a una hermosa mujer de dorados cabellos -la más hermosa mujer que había visto jamás. Su vestido se ajustaba a su cuerpo, revelando unos encantos que asombraron al hombre. Y su porte era el de una reina.
"¿Quién eres?", tartamudeó el hombre. "Soy la Reina de Saba", replicó ella. "He sido enviada para hacer realidad tus sueños. Si vienes a mí cada día a esta hora y te me entregas, te convertiré en un hombre rico." El hombre apenas podía creer lo que acababa de escuchar. Perdió la cabeza. Su sangre hervía en sus venas, lleno de lascivia por la mujer que estaba ante él, que era la misma imagen del deseo. Ni siquiera pensó cómo era posible que hubiera llegado allí o si realmente era la Reina de Saba. Y, antes de que pudiera darse cuenta, se había fundido en un abrazo con ella. Después, la Reina de Saba le entregó una bolsa llena de monedas de plata y, cuando vio su contenido, el posadero se llenó de alegría, porque ahora podría pagar todas sus deudas y vivir por fin como un hombre rico.
Al día siguiente, a la misma hora, el hombre volvió a su almacén, del que solamente él tenía la llave. Allí se encontró con la Reina de Saba, que estaba bañándose en una bañera dorada. Cuando entró, ella salió del baño, desnuda, y él se volvió a sentir abrumado por su belleza. En cuanto se secó se tendió sobre una cama. El hombre no se preguntó de dónde habían salido la bañera y la cama, sino que se rindió a las delicias que ella le ofrecía, y ya era media tarde antes de que se hubiera hecho con otra bolsa de monedas de plata.
Ese día el hombre se apresuró a comprar un hermoso vestido y un anillo de oro para que su mujer los luciera en el Sabbath. Su mujer estaba asombrada por estos regalos, pero no preguntó cuál era el origen de su súbita riqueza. En cambio lo celebró con su marido, aliviada por haber conseguido al fin una pequeña fortuna.
Durante toda la noche el hombre soñó con volver a los brazos de la Reina de Saba, y su cuerpo temblaba de deseo. A la mañana siguiente apenas podía esperar a que llegara la hora de entrar en el almacén. Por fin lo hizo, y allí encontró a su amante esperándolo. Se abrazaron con pasión y después, mientras el hombre yacía exhausto, la Reina de Saba dijo "ahora ya sabes cuánto tengo para ofrecerte. Quédate conmigo y serás rico. Pero si le hablas de mí a alguien, lo pagarás con tu vida."
El hombre se asustó al saberlo, pero insistió en que nunca se lo diría a nadie, porque su mujer le pediría el divorcio, sus hijos jamás lo perdonarían y nadie vendría a su posada. Ella no añadió nada, y le dio otra bolsa de monedas de plata, que el hombre imaginó provenía de una reserva inacabable.
Durante los siguientes días, las vidas del posadero y de su esposa cambiaron radicalmente, al igual que la propia posada, que fue remodelada hasta ser más lujosa que la propia Casa con el Signo del Sol. La mujer del posadero adquirió un nuevo guardarropa completo y se acostumbró a lucir las mejores galas, no sólo en el Sabbath y otras fiestas, sino a diario. Consiguieron muchos sirvientes para que se encargaran del mantenimiento de la hospedería y pronto el posadero comprobó que no tenía nada que hacer, ya que todas sus tareas las realizaban otros. El único problema era que su mujer empezaba a preguntarse de dónde provenían todas aquellas riquezas, pero el posadero rehusó hablar sobre ello, lo que la frustró. Y en los días de lujo que siguieron tuvo poco que hacer, salvo cavilar sobre ello e insistir sobre el asunto a la mínima oportunidad.
Al día siguiente, a la misma hora, el hombre volvió a su almacén, del que solamente él tenía la llave. Allí se encontró con la Reina de Saba, que estaba bañándose en una bañera dorada. Cuando entró, ella salió del baño, desnuda, y él se volvió a sentir abrumado por su belleza. En cuanto se secó se tendió sobre una cama. El hombre no se preguntó de dónde habían salido la bañera y la cama, sino que se rindió a las delicias que ella le ofrecía, y ya era media tarde antes de que se hubiera hecho con otra bolsa de monedas de plata.
Ese día el hombre se apresuró a comprar un hermoso vestido y un anillo de oro para que su mujer los luciera en el Sabbath. Su mujer estaba asombrada por estos regalos, pero no preguntó cuál era el origen de su súbita riqueza. En cambio lo celebró con su marido, aliviada por haber conseguido al fin una pequeña fortuna.
Durante toda la noche el hombre soñó con volver a los brazos de la Reina de Saba, y su cuerpo temblaba de deseo. A la mañana siguiente apenas podía esperar a que llegara la hora de entrar en el almacén. Por fin lo hizo, y allí encontró a su amante esperándolo. Se abrazaron con pasión y después, mientras el hombre yacía exhausto, la Reina de Saba dijo "ahora ya sabes cuánto tengo para ofrecerte. Quédate conmigo y serás rico. Pero si le hablas de mí a alguien, lo pagarás con tu vida."
El hombre se asustó al saberlo, pero insistió en que nunca se lo diría a nadie, porque su mujer le pediría el divorcio, sus hijos jamás lo perdonarían y nadie vendría a su posada. Ella no añadió nada, y le dio otra bolsa de monedas de plata, que el hombre imaginó provenía de una reserva inacabable.
Durante los siguientes días, las vidas del posadero y de su esposa cambiaron radicalmente, al igual que la propia posada, que fue remodelada hasta ser más lujosa que la propia Casa con el Signo del Sol. La mujer del posadero adquirió un nuevo guardarropa completo y se acostumbró a lucir las mejores galas, no sólo en el Sabbath y otras fiestas, sino a diario. Consiguieron muchos sirvientes para que se encargaran del mantenimiento de la hospedería y pronto el posadero comprobó que no tenía nada que hacer, ya que todas sus tareas las realizaban otros. El único problema era que su mujer empezaba a preguntarse de dónde provenían todas aquellas riquezas, pero el posadero rehusó hablar sobre ello, lo que la frustró. Y en los días de lujo que siguieron tuvo poco que hacer, salvo cavilar sobre ello e insistir sobre el asunto a la mínima oportunidad.
Mientras tanto, el hombre volvía al almacén cada día para plegarse a los deseos de la Reina de Saba. Y ella, por su parte, se ocupaba de que sus riquezas siguieran creciendo. Por aquel entonces el hombre no era sino un esclavo de los deseos de la Reina de Saba y la servía en cualquiera de sus caprichos, porque dependía completamente de ella.
Como el posadero rehusaba confiar a su mujer el secreto de su riquezas, ella empezó a espiarlo para ver lo que podía averiguar por sí misma. No tardó mucho en descubrir que el desaparecía a última hora de la mañana y no volvía a aparecer hasta media tarde. Pronto averiguó que estaba en el almacén en ese intervalo y se preguntó qué estaría haciendo allí dentro. Un día se lo dejó caer y él le contestó que se había acostumbrado a echarse una siesta sobre los sacos de grano.
Sin embargo, la contestación no satisfizo a la mujer, y una mañana temprano tomó la llave del almacén y se hizo una copia. Luego volvió a ponerla en el llavero de su esposo, sin ser descubierta. Una tarde, no pudiendo aguantar más su curiosidad, abrió cautelosamente la puerta del almacén mientras su marido estaba dentro, y lo vio dormido en brazos de la Reina de Saba. Destrozada por lo que había visto, volvió a cerrar la puerta con cuidado, para que nadie supiera que había estado allí dentro. Pero la Reina de Saba lo había visto todo. Despertó al hombre y le dijo "debes haberle contado nuestro secreto a tu mujer y ahora vas a morir". El hombre le suplicó, diciendo que nunca se lo había contado a nadie, especialmente a su mujer, pero la Reina de Saba dijo que acababa de abrir la puerta y los había visto juntos. El hombre quedó aterrado al enterarse y vio que su suerte se había acabado. Pero tanto rogó por su vida que al final consiguió que ella consintiera en perdonarle. "Pero no volverás a verme", dijo, "ya que jamás volveré a ti. Tus riquezas desaparecerán, me las llevaré todas. Y pienso estrangular a los dos hijos que tuve contigo y que ni siquiera conocías. ¿No? Les retorceré el cuello. Dentro de tres días ve al puente sobre el Rhin y verás un ataúd flotando sobre las aguas. Dentro yacerán los cuerpos de los niños que engendraste conmigo." Y entonces, de repente, la Reina de Saba desapareció, y con ella la bañera de oro en la que se bañaba, la cama sobre la que dormían y la bolsa de monedas que había traído para darle. Fue entonces cuando él se dio cuenta de que ella debía de ser una bruja, quizás la propia Lilith.
El posadero salió tambaleándose del almacén y corrió hasta el lugar en donde tenía escondidas las monedas de plata que ella le había regalado. Las bolsas estaban allí, pero cuando buscó en su interior descubrió que se habían licuado para convertirse en aguas fétidas, que empaparon sus manos. Entonces se precipitó hacia el armario de su esposa, para encontrarse con que todos sus vestidos nuevos habían desaparecido, junto con todo lo demás que había adquirido con aquellas monedas. Lo mismo había sucedido con todas las mejoras que habían hecho en la posada. Nunca habían sido más que una ilusión, lo mismo que los sirvientes, que pertenecían al séquito de la Reina de Saba. Y el hombre y su mujer se quedaron tan pobres como antes de que él conociera a la Reina de Saba, sólo que esta vez su situación era mucho más terrible.
Howard Schwartz
Traducido del inglés por Nozick.
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Fuentes:
- The Queen of Sheba. From "Lilith's cave. Jewish tales of the supernatural." 1988. Copyright: Howard Schwartz.
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